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¿A
dónde van las pedagogías difenrenciadas ?
Hacia la individualización del curriculo
y de los itineririos formativos
Philippe Perrenoud
Facultad de
Psicología y de Ciencias de la Educación
Universidad de Ginebra
1998
Contenido
I. Una voluntad política incierta y frágilII. Impases pedagógicos: los envites conocidos.
III. Individualización del currículo y optimización de las situaciones de aprendizaje
No existe pedagogo comprometido con la escuela nueva o con los métodos activos, o simplemente sensible al fracaso escolar, que no haya abogado por una enseñanza individualizada o una pedagogía diferenciada.
Desarrollar una "escuela a la medida", según la fórmula de Claparède, es el sueño de quienes consideran absurdo enseñar lo mismo en el mismo momento, mediante los mismos métodos, a unos alumnos muy diferentes entre sí. La preocupación per ajustar la enseñanza a las características individuales no nace solamente del respeto hacia las personas y del sentido común pedagógico, sino que también forma parte de una exigencia de igualdad: la indiferencia hacia las diferencias, como ha mostrado Bourdieu (1966), transforma las desigualdades iniciales ante la cultura en desigualdades de aprendizaje y, más tarde, de éxito escolar. Efectivamente, basta con ignorar las diferencias para que la misma enseñanza:
A pesar de estas evidencias y de los análisis cada vez más precisos (realizados a partir de 1960) sobre la fabricación de las desigualdades y del fracaso, el modo dominante de organización de la escolaridad apenas ha cambiado: se agrupa a los alumnos según su edad, su nivel de desarrollo y sus aprendizajes escolares, en "clases" que se suponen lo suficientemente homogéneas como para que cada uno pueda asimilar el mismo programa durante todo un curso. En el interior de estos grupos, la diferenciación en los tratamientos pedagógicos es muy variable. Y a menudo resulta muy escasa: la enseñanza frontal está lejos de haber desaparecido de las aulas, particularmente en la enseñanza secundaria.
¿Cómo explicar la persistencia de una pedagogía que se mantiene indiferente frente a las diferencias o que, en el mejor de los casos, sólo las tiene en cuenta marginalmente, en unas proporciones bastante ridículas en relación a su amplitud? Esta relativa inercia no significa, sin embargo, que nadie se preocupe del problema. Aunque, como veremos, la voluntad política de lucha contra el fracaso escolar siga siendo incierta, las sociedades desarrolladas se han vuelto demasiado complejas, y se ven enfrentadas a demasiados desafíos como para que las clases dirigentes den prioridad a la fabricación del fracaso escolar con el único fin de garantizar la reproducción de las jerarquías sociales y la transmisión de sus privilegios. Hemos abandonado el período en el que la desigualdad y el fracaso escolar no suponían ningún problema. Vamos dejando atrás también, lentamente, la tranquila seguridad de la teoría de los dones, en la que el fracaso, por muy lamentable que resulte, es visto como algo natural, la expresión de una fatalidad inherente al desigual reparto de las aptitudes. Estamos, asimismo saliendo de la fase de fatalismo sociopolítico de los años 70, en cuanto a la reproducción.
Si las pedagogías se mantienen hoy en día escasamente diferenciadas, ello sucede a pesar de las políticas de educación, así como de la evolución de las representaciones sociales de las causas y de los costes del fracaso escolar, que, no obstante, abogan por unas medidas de democratización más enérgicas. Ha llegado el momento, pues, de proponer respuestas al fracaso escolar, allí donde la voluntad política impide la reforma de la organización escolar.
Esto es lo que intentan, desde hace años, los movimientos de renovación educativa y las Ciencias de la Educación. Ideas consideradas utópicas que, con mucho, resultaban útiles a las escuelas alternativas o a los prácticos marginales, son actualmente retomadas por los textos oficiales a que dan lugar los sistemas educativos. Las ideas y las palabras varían desde principios de este siglo, pero en ellas es posible hallar un hilo conductor: el tema de la individualización y de la diferenciación de la enseñanza. Sin renegar de esta continuidad, observamos también un cambio progresivo de paradigma: de la individualización de la acción pedagógica en una organización escolar sin cambios, pasamos a la idea de una individualización de los itinerarios formativos (Bauthier, Berbaum y Meirieu, 1993) que constituye una ruptura con los niveles y los programas escolares anuales. El presente ensayo se inscribe en este cambio de paradigma, y trata de analizar los obstáculos y sugerir algunas pistas:
Como muestra Isambert-Jamati (1985), el fracaso escolar no se ha convertido en un problema social hasta la segunda mitad del siglo XX. Anteriormente, las desigualdades de educación parecían algo natural. No se consideraban normales tan abiertamente como uno o dos siglos atrás, pero la idea de la inconveniencia de que el pueblo fuera demasiado instruido era considerablemente compartida. Lelièvre (1990) cita el Testamento político de Richelieu, que indica perfectamente lo que está en juego:
" Así como un cuerpo que tuviera ojos en todos sus órganos sería monstruoso, un Estado también lo sería si todos sus sujetos fueran sabios... Si las letras fuesen profanadas por todo tipo de espíritus, veríamos más gente capaz de formular dudas que de resolverlas, y muchos estarían más dispuestos a oponerse a las verdades que a defenderlas... Se vería tan poca obediencia que el orgullo y la presunción serían corrientes."
A este deseo de mantener el orden se añadía la preocupación de no malogra inútilmente los recursos. Lelièvre recuerda que, en la memoria sobre las pequeñas escuelas inspirada por Colbert, se puede leer:
" En estas escuelas se enseñaría solamente a leer y a escribir, las cifras y sus operaciones. Y al mismo tiempo, se obligaría a quienes son de baja extracción, e ineptos para las ciencias, a aprender un oficio. Y se excluiría de la escritura a aquellos que la Providencia ha hecho nacer para la condición de labrar la tierra, y a los que sólo se enseñaría a leer."
La idea de que todo el mundo debe ser instruido para ser libre, sea cual sea su origen o destino profesional, es muy moderna, y tardará dos siglos en abrirse camino. Y aun hoy no es admitida por todos los espíritus. Algunos de nuestros contemporáneos piensan todavía, aunque ya no lo digan, que a la mayoría de los individuos les basta con saber "lo justo" para integrarse en el mundo del trabajo, votar correctamente, vivir de manera sana y criar a sus hijos. Se ha temido durante mucho tiempo el reparto del conocimiento; se ha imaginado que saber "demasiado" daría lugar a revueltas y disturbios.
En virtud de esta ideología, hasta el principio e incluso la mitad del siglo XX, en numerosos sistemas escolares -por esta misma razón, sistemas poco integrados- una selección social separaba a los hijos del pueblo de los hijos de la burguesía desde el ingreso en la escuela: unos frecuentaban la escuela primaria pública, para empezar hacia los 12-13 años la vida activa; los otros se incorporaban a las aulas infantiles de los liceos e iniciaban, a partir de los 7 años (y algunas veces en latín), el camino de unos largos estudios. La separación de las redes de escolarización, primaria-profesional por un lado, y secundaria-superior por otro (Baudelot y Establet, 1971), camuflaba el fracaso de los niños de las clases populares, puesto que ni tan siquiera tenían la posibilidad de vérselas con las normas de excelencia propias de los estudios largos.
Cuando, a lo largo del siglo XX, la exigencia democrática se amplió, se vio acompañada de una creciente demanda de acceso al saber y la cultura, principalmente en las clases medias. Apareció entonces la preocupación por desarrollar la igualdad de oportunidades entre chicos y chicas; entre niños de ciudad y niños del campo; incluso entre niños procedentes de - como prudentemente se les llama - "medios sociales" diferentes. Las redes se integraron creando una escuela primaria abierta a todo el mundo. La idea de igualdad de oportunidades se mantuvo, no obstante, fuertemente temperada por una teoría de los dones preponderante aun, en gran medida, en 1960, y que explicaba el fracaso escolar por la falta de aptitudes para unos estudios largos. La igualdad de oportunidades consistía entonces en dar a cada uno, según rezaba una de las fórmulas consagradas, "la oportunidad de su mayor progreso". Una manera edulcorada de decir que no hay que soñar, que todos no pueden pretender alcanzar el mismo nivel de instrucción, que la justicia social y la humanidad establecen, simplemente, que se ayude a cada uno a alcanzar "sus propios límites". El apoyo pedagógico nació con este espíritu. No cuestionaba la enseñanza: el fracaso era aún, antes que nada, fracaso del alumno. Nadie pensaba todavía en decir que también podría tratarse del fracaso de la escuela.
Liberarse de una fatalidad...para caer en otra.
La explicación del desigual éxito escolar debido a la desigualdad natural de las aptitudes dio paso a una explicación más sociológica, al descubrirse, a lo largo de los años 60, que las posibilidades de éxito escolar estaban -!y lo siguen estando!- estrechamente ligadas a la condición social de la familia, y al aparecer la noción de handicap sociocultural (CRESAS, 1978). Se pudo desde entonces afirmar: "el fracaso no es una fatalidad" (CRESAS, 1981), y soñar con una "pedagogía compensatoria", según el principio de una "discriminación positiva". Hacia 1966, en Estados Unidos y Canadá, bajo el impulso de Bloom (1966, trad. Francesa 1979), la pedagogía del dominio1 emprende el vuelo y reemplaza a las primeras tentativas de pedagogías compensatorias a gran escala centradas en la enseñanza preobligatoria (Little and Smith, 1971; Sambert-Jamati, 1973).
En Europa, la pedagogía del dominio se difundió bajo una forma caricaturesca, llamada en Francia "PPO": pedagogía por objetivos. Fue objeto de virulentas críticas, de las que Hameline (1979) describe las más pertinentes; algunas de ellas manifestaban una especie de antibehaviorismo visceral, variante del antimericanismo primario. Huberman (1988) dirigirá posteriormente un ensayo colectivo de reconciliación entre la pedagogía del dominio y los enfoques constructivistas. Esta síntesis habría podido surgir antes si ese rechazo a un enfoque made in USA no hubiera ocultado, tanto en Francia como -en menor medida- en otros países latinos, el hecho que la pedagogía del dominio era una pedagogía diferenciada en la misma línea que los trabajos europeos de Claparède o de Dottrens. En Bélgica, donde las Ciencias de la Educación, bajo la influencia de De Landsheere, se abrieron de entrada a los trabajos norteamericanos, esta filiación siempre ha quedado clara y los trabajos sobre pedagogía diferenciada han aunado diversas herencias. Es el caso del constructivismo piagetiano, próximo a las corrientes de la escuela activa, que busca apoyos en dispositivos orientados por objetivos y una evaluación formativa (Crahay, 1986; Thirion, 1989). En Francia, la pedagogía diferenciada parece haber sido reinventada por Legrand (1986,1996), antes que Meirieu (1989 a,b,c, 1990 a) le otorgase una mayor audiencia.
Divergencias teóricas y proteccionismos culturales han contribuido a ralentizar el desarrollo de la pedagogía diferenciada. La ignorancia o la excomunicación mutua de las corrientes de pensamiento han impedido en ocasiones discernir las convergencias. A esto hay que añadir otro factor: la duda que asaltó a los docentes, militantes y estudiosos, alrededor de los años 70, en cuanto a la posibilidad misma de luchar contra el fracaso escolar en una sociedad generadora de desigualdades. En los años 70, una explicación macrosociológica del fracaso escolar, deudora de los acontecimientos del 68, ocupó en efecto la primera línea de la escena francesa, gracias a las resonantes tesis de Althusser (1970), Bourdieu y Passeron (1970), Baudelot y Establet (1971). De estas últimas, conocemos lo esencial: el sistema escolar llevaría a cabo una función de reproducción de las clases y de las jerarquías sociales. No cabría, pues, esperar de las clases dominantes una lucha enérgica contra el fracaso escolar y las desigualdades sociales ante la escuela, puesto que su interés es el de mantener un statu quo que beneficia a sus hijos y reconduce las relaciones sociales. Los trabajos de Bourdieu y Passeron, de tono menos comprometido y más analítico, daban una mayor credibilidad a la denuncia marxista pura i dura del orden capitalista, casi ritual en el paisaje político del momento, en el que los partidos y los sindicatos comunistas estaban en primera fila.
Estas tesis conocen una gran difusión en los países francófonos y en otros países latinos, e incluso en una parte de los países de cultura germánica o anglosajona. El choque es violento: son los tiempos de la desilusión. Se reprochará, además, a Bourdieu y Passeron, el haber desmovilizado al cuerpo docente de la misma manera en que el partido comunista del período 1950-60 no perdonaba a los intelectuales el haber "deseperanzado Billancourt" (es decir, la clase obrera) criticando el estalinismo.
En virtud de los análisis de los años 70, la lucha contra el fracaso escolar se desplaza hacia el terreno político, lo que hace parecer irrisorio, durante un cierto tiempo, el trabajo pedagógico en los establecimientos escolares y en las aulas. En efecto, ¿cuál es su sentido si los esfuerzos desplegados en la lucha contra el fracaso no son más que reformas-coartada, que supuestamente atestiguan la voluntad democratizadora de los gobiernos cuando, en realidad, éstos estarían firmemente decididos a no cambiar nada? como mucho, los partidos en el poder apuntarían hacia una democratización bien temperada, aumentando los niveles de escolarización sin enfrentarse a las diferencias entre alumnos de diferentes clases sociales. El profesorado afectado por el fracaso escolar se siente, al mismo tiempo, culpable por participar en el proceso de reproducción de las desigualdades e impotente para atajarlo en el marco de su práctica personal, ya que se explica que los programas, los métodos, la evaluación, la orientación, la selección, en fin, todos los elementos del sistema, están en cierta manera concebidos para fabricar desigualdades en provecho de los niños de las clases favorecidas.
La época de la ambigüedad
La tesis de los años 70, aún sin ser totalmente desmentidas, van a matizarse. Berthelot (1973) distingue una lógica de reproducción (en la que el interés de las clases dirigentes es el mantenimiento del orden social) de una lógica de reproducción (en donde el interés, ahora, de estas mismas clases reside en intentar transmitir su propia posición a sus descendientes, a los que Bourdieu y Passeron han llamado desde 1964 "Los herederos"). Berthelot muestra que las lógicas de reproducción del orden social y de perpetuación de las posiciones familiares no siempre coinciden, y que la preocupación por el crecimiento y la posición competitiva de una nación en el mundo puede incitar a la clase dirigente a democratizar el acceso a los estudios, aún a riesgo de ampliar la competición escolar a recién llegados y de disminuir las posibilidades de sus propios hijos. Petitat (1982) indica, por su parte, que la reproducción de las clases sociales representa sólo la mayor función de la escuela en determinados períodos de la historia, y que también puede contribuir a "producir la sociedad", así como a favorecer la aparición nuevas clases y nuevas jerarquías. Los estudios de los sociólogos sobre la formación de las nuevas clases medias, que ocupan su posición gracias a un diploma más que a un pequeño capital, sugieren que la escuela, lejos de congelar la estratificación social, ha permitido la emergencia de una sociedad de clase media, instruida y que desea la instrucción de sus hijos (Hutmacher, 1993). El análisis de los mecanismos de fabricación del fracaso (Perrenoud, 1995 a) indica que, lejos de estar todos ellos bajo el control del poder, son en parte la expresión de conservadurismos pedagógicos y gestores indiferentes, tanto a las políticas de la educación como a lo adquirido por la investigación. Los trabajos sociológicos posteriores a La reproducción irán todos en la misma dirección: no la de una desaprobación, sino la de fuertes matizaciones, por cierto ya presentes en la obra de Bourdieu y Passeron, pero ampliamente ignoradas en las utilizaciones ideológicas de sus estudios.
Estas matizaciones van relegando poco a poco un pensamiento del tipo "blanco o negro", y se reinicia la búsqueda de respuestas pedagógicas al fracaso escolar, principalmente en torno al desarrollo de dispositivos de pedagogía diferenciada. Actualmente, una fracción de quienes no consideran el fracaso escolar como una fatalidad biológica ya no lo entienden tampoco como una fatalidad sociológica. Su ilusión de cambio se ancla probablemente en el análisis de la ambigüedad de las políticas públicas. Al mismo tiempo que la crisis económica y el déficit crónico de las finanzas públicas restringen cada vez más los márgenes de maniobra, observamos en muchos países desarrollados tentativas de renovación que avanzan claramente en la línea de la democratización de la enseñanza y de las pedagogías diferenciadas. Estas tentativas se explican, bien porque algunos partidos de izquierda han llegado al poder y lo ejercen el tiempo suficiente como para reformar la escuela, bien porque la derecha modernizadora, de cara a preparar el siglo XXI y la integración europea, así como para afrontar la mundialización de los intercambios y de la competición, desea subir el nivel global de formación de las nuevas generaciones facilitándoles un mayor acceso a unos estudios largos. Cuando un ministro socialista lanza el slogan : "el 80 % de una franja de edad en el nivel de secundaria", nadie replica: "!es un sueño de izquierdista!". Las zonas de educación prioritarias, el colegio único, los módulos en el instituto, los ciclos en la escuela primaria, tienen sus equivalentes en la mayoría de los países desarrollados. Suelen instaurarse cuando la izquierda está en el poder, aunque cuando lo pierden, no todo se cuestiona de nuevo.
Así las cosas, resulta difícil pretender que los gobiernos "no hacen nada contra el fracaso escolar". Ciertamente se pueden subrayar la discontinuidad de las políticas, la distancia entre ambiciones y medios, la poca coherencia entre las intenciones democratizantes y su difícil traducción en los programas, la evaluación o la formación del profesorado. Se puede poner en evidencia la distancia entre las palabras -pedagogía diferenciada, evaluación formativa, métodos activos, elaboración de proyectos- y las prácticas administrativas y educativas. Se pueden interpretar estos fenómenos, no como un signo de incoherencia o de impotencia, sino como la expresión de una política de reproducción que ya no se atrevería a nombrarse. También podríamos pensar que las voluntades políticas serían menos inciertas si las soluciones pedagógicas fuesen más convincentes y quienes enseñan, menos ambivalentes y más competentes en la lucha contra el fracaso escolar...
Al considerar una explicación complementaria debida a la falta de "saber hacer" del sistema educativo, no pretendo darle la vuelta al argumento y sugerir que los poderes, si se les propusiesen estrategias eficaces, emplearían inmediatamente todos los medios necesarios para apoyarlas política y financieramente.
En cambio, me parece demasiado fácil instalarse en la postura crítica, sin levantar un solo dedo, a la espera de que un gobierno creíble exprese una voluntad política duradera y explícita, para luego traducirla en créditos y reformas favorables a la diferenciación. Los movimientos y los equipos pedagógicos más comprometidos no han esperado nunca, a la hora de reflexionar e innovar, a que se reúnan las condiciones óptimas. A más amplia escala, no obstante, se percibe cierta indecisión del cuerpo docente. Las ambigüedades del poder ofrecen una magnífica coartada a quien la busca: "Mientras el gobierno no se posicione claramente, no encuentre medios nuevos substanciales, no disminuya el número de alumnos por clase, no mejore las condiciones de trabajo de los enseñantes, no otorgue más autonomía, no apoye iniciativas, !no nos moveremos!".
Basar la voluntad política en el "saber hacer" profesional
Habida cuenta de las relaciones de fuerza y del funcionamiento de las democracias, la ambigüedad es lo mejor que se puede esperar... Ya va siendo hora de examinar lúcidamente, y sin volver a una ingenuidad lamentable, las proposiciones que se podrían dirigir a un gobierno absolutamente decidido a luchar por todos los medios contra el fracaso escolar, y que preguntaría a los profesores, investigadores, formadores y demás expertos: ¿qué hacer?
Sin duda, chocaríamos siempre con una fracción conservadora que se las arreglaría para no escuchar y no hacer nada. Debido a la complejidad de las sociedades posindustriales, en las que el saber ocupa un sitio cada vez mayor, nada garantiza que estas fracciones serán lo suficientemente potentes como para cortar el paso a toda reforma. Al contrario, hay buenas razones para pensar que los que rechazan el fracaso (si son lúcidos, realistas y pertinentes en sus propuestas), tendrán la posibilidad de contar con el apoyo, no sólo de las fuerzas dela izquierda -a menudo ofrecido de entrada, acaso siempre eficaz-, sino también con las del centro y la derecha modernizadora, que no piensan en la educación, a finales del siglo XX, como lo hacían a finales del XIX.
En éste ámbito, nada está garantizado. ¿Pero qué podemos perder, si no es tiempo y energía? Sauvy y Girard (1974), en sus estudios pioneros sobre la desigualdad ante la escuela, ya avanzaban un postulado metodológico: la única manera ética de tener en cuenta eventuales "obstáculos genéticos" en la educación de todo el mundo es enfrentándose a ellos concretamente, yendo lo más lejos posible; es el único modo de saber a qué atenerse sin tener que renunciar, antes siquiera de haber intentado actuar. Se puede adoptar la misma actitud frente a los obstáculos políticos, toda vez que dan lugar -más que el ADN- a una acción colectiva determinada.
El estado de la situación no es ni desesperante ni entusiasmador. Estamos empezando a saber "lo que no hay que hacer". Hemos identificado callejones sin salida o medidas útiles, pero sin parangón con la amplitud del problema, como el apoyo pedagógico. En cambio, resultaría considerablemente presuntuoso pretender saber cómo se puede, a gran escala, luchar contra el fracaso escolar y las desigualdades ante la escuela...La falta de "saber hacer" de los sistemas educativos presenta, a mi parecer, al menos tres características:
Dos características que sobrepasan el problema del fracaso
No voy a desarrollar aquí la primera característica, que concierne al conjunto de las reformas escolares. Baste con recordar el fracaso de los modelos top-down y el balbuceo de los modelos bottom-up. Una cosa es segura de ahora en adelante: las reformas concebidas en el centro del sistema para ser aplicadas a gran escala se pierden como el agua en la arena. Aun cuando no haya resistencia activa, la fuerza de loa inercia y las interpretaciones minimalistas o conservadoras de los actores (los cuadros, los profesores, pero también los alumnos y los padres) bastan para hacer que la reforma mejor pensada pierda sus virtudes. Se difunde como una tonada popular de la que sólo se tararea la música, habiéndose perdido por el camino la letra. Los esfuerzos de los movimientos pedagógicos y de los investigadores en educación para desarrollar prácticas y dispositivos de diferenciación no pueden surtir efecto mientras el sistema educativo no sepa como favorecer la adopción de nuevas ideas sin imponerlas por la vía burocrática. Se progresa hacia estrategias más sutiles, más lentamente, a merced de los trabajos sobre el proceso de innovación (consúltese, por ejemplo: Bonami y Garant, 1996, Cros y Adamczewski, 1996, Fullan y Stiegelbauer, 1991; Gather Thurler, 1993, 1994, 1996; Gather Thurler y Perrenoud, 1991; Huberman y Miles, 1984; Hutmacher, 1990, Perrenoud, 1993 e, f y g).
Tampoco desarrollaré la segunda característica, porque no es la propia del tema de la individualización de los itinerarios informativos. En cambio, es importante reconocer que muchas reformas no sólo tropiezan con obstáculos específicos, sino también con un desfase global entre el nivel de competencia necesario para una tecnología original, una didáctica puntera o un nuevo modo de gestión de clase, y el nivel medio de competencia de los docentes, que es el mayoritario. Esto nos remite al tema de la profesionalización del oficio de enseñante como condición general para la transformación de los sistemas educativos (Bourdoncle, 1991, 1993, Carbonneau, 1993; Huberman, 1993; Labaree, 1992; Lessard, Perron y Bélanger, 1993; Perrenoud, 1993 d, 1994, 1996g). Incrementar la autonomía y la responsabilidad de los enseñantes parece, en efecto, la única salida cuando se busca un canal imposible de encontrar entre dos escollos igualmente funestos. Un escollo sería sobrestimar a los docentes, considerándolos más capaces de lo que en realidad son de apropiarse de las "ideas simples" que salpican los estudios de los movimientos pedagógicos y las Ciencias de la Educación, adaptándolas libre y atinadamente a su situación concreta (como por ejemplo: las ideas de evaluación formativa, de trabajo sobre las representaciones, de contrato didáctico o de claustro). El otro escollo lo constituiría el hecho de creer que se pueden traducir tales ideas en "recetas" a seguir al pie de la letra. Frente a la complejidad, el docente se encuentra solo, tiene que actuar con urgencia, decidir en la incertidumbre (Perrenoud, 1996 h). Es en este momento cuando debe disponer de las competencias suficientes para reconstruir una estrategia original, inspirados en ideas o modelos, pero sin intentar aplicarlos "al pie de la letra". He intentado desarrollar esta problemática en otra ocasión (Perrenoud, 1988) a propósito de la pedagogía del dominio como utopía racionalista, es decir, como solución racional al problema de la heterogeneidad, cuyo principal defecto es exigir a los actores unas competencias, una racionalidad, un rigor y una disciplina de las que carecen.
Aquí sólo exploraré la tercera característica: "los saberes y los paradigmas que subtienden la spedagogías diferenciadas son todavía demasiado abstractos, demasiado pobres para guiar una verdadera ejecución en el ámbito de las instituciones escolares."
Las posturas, los elementos que están en juego, se concentran alrededor de.
La más reciente problemática de la individualización de los itinerarios formativos será objeto de un más amplio desarrollo en una tercera parte.
Entorno al aprendizaje y la enseñanza
Resulta inútil diferenciar pedagogías ineficaces. Uno puede aplicarse en ello y concebir, por ejemplo, un sinnúmero de fichas individualizadas. Esto no basta para atajar el fracaso escolar, ya que el problema del sentido de los conocimientos y del trabajo en el aula se mantiene entero en las pedagogías que se limitan a ajustar las tareas al nivel de los alumnos, sin modificar ni su contenido, ni la relación profesor-alumno, ni el contrato didáctico (Develay, 1996; Perrenoud, 1995 b; Rochex, 1995; Vellas, 1996).
Las pedagogías diferenciadas tienen que afrontar el problema de fondo: ¿cómo aprenden los niños o adolescentes? ¿Cómo se puede crear una relación menos utilitarista con el conocimiento? ¿Cómo instaurar un contrato didáctico e instituciones internas que otorguen al trabajo escolar un verdadero sentido? ?Cómo inscribir el trabajo escolar en un contrato social? ¿Cómo establecer una relación entre profesores y alumnos que haga de la escuela un lugar donde vivir, un oasis protegido, al menos en parte, de los conflictos, las crisis, las desigualdades y los desórdenes que se dan en la sociedad?
Las didácticas de las disciplinas, así como las corrientes de la escuela nueva, han puesto o vuelto a poner al educando en el centro de la acción educativa; han insistido sobre el papel del profesor como persona-recurso, a modo de organizador de situaciones de aprendizaje más que de dispensador de saberes (Astolfi, 1992; Develay, 1992). Se ha abogado por las pedagogías constructivistas e interaccionistas; se ha subrayado que nadie puede aprender poniéndose en el lugar del niño o el adolescente; pero también que nadie aprende solo (CRESAS, 1987, 1991). Se ha propuesto un trabajo sobre objetivos-obstáculos más que una planificación estándar de las actividades; se ha puesto el acento sobre la construcción de las competencias más que sobre la acumulación de los conocimientos (Perrenoud, 1995 e y f, 1996 e); se ha favorecido el trabajo por proyectos, encuestas y situaciones-problemas.
¿Sin embargo resulta esto evidente para todo el mundo? La ruptura con las pedagogías de la transmisión ya está ciertamente consumada en la mayoría de textos procedentes de las Ciencias de la Educación y de los movimientos pedagógicos, así como en una parte importante de los lugares de formación inicial o continua de los enseñantes. Pero, ¿y en la mayoría de los espíritus? El "escenario para un nuevo oficio" que propone Meirieu (1990 b) no es -¿aún no?- la referencia común, e incluso entre los profesores partícipes del principio de la diferenciación -que son minoritarios las representaciones de la enseñanza y del aprendizaje siguen siendo bastante tradicionales.
Entorno a la diferenciación
Algunas de las enfermedades infantiles de la diferenciación están en vías de desaparición:
Todavía falta retorcerle el pescuezo al sueño de querer saber de antemano lo suficiente sobre cada alumno como para proponerle constantemente una situación de aprendizaje hecha a medida. Allal ha introducido, desde 1988, la idea de una regulación interactiva, sin que la diferenciación sobrevenga antes que la situación de aprendizaje (regulación positiva), y no interviniendo tampoco al estilo de una compensación (regulación retroactiva), pero participando de un dispositivo didáctico y de la acción pedagógica cotidiana. Meirrieu (1995 a, 1996 a) ha contrapuesto asimismo dos orientaciones de la diferenciación: una, centrada sobre el diagnóstico previo como fundamento para un tratamiento individualizado óptimo; la otra, partiendo del principio de que no se puede pretender conocer al alumno antes de haberle embarcado en una tarea, tomando la diferenciación la forma de una regulación en el interior mismo de la situación así creada. Sin renunciar a ningún encauzamiento de quienes aprenden en la dirección de esas situaciones pertenecientes a su zona de desarrollo próxima, nos alejamos cada vez más del modelo de diagnóstico previo:
Una diferenciación que sería concebida a la manera de un gran ordenador en el que se introducirían, de alguna forma, todas las informaciones previas sobre los alumnos y que nos permitiría obtener, en función de los objetivos definidos de antemano, todo lo que debemos hacer hacer a los alumnos, el tiempo que tenemos que dedicarles, el tipo de ejercicios que tienen que realizar, los métodos a utilizar, etc. Esta diferenciación está más próxima a la utopía educativa que representa "El mejor de los mundos" de Huxley que a la idea que podemos hacernos de una educación emancipadora, de una educación que toma en cuenta al individuo y que le permite existir y crecer (Meirieu, 1995 a, p.15).
Teóricamente fundado, coherente con un enfoque constructivista del aprendizaje, así como con el reconocimiento de su dimensión social, el modelo de la regualación en el interior de las situaciones-problema sigue siendo muy difícil de aplicar sobre el terreno. Se trata, en primer lugar, de poner a los alumnos, muy a menudo, ante un tipo de situaciones tales que sean lo suficientemente movilizadoras como para que ellos puedan aceptar el reto, pero también lo suficientemente complejas como para que no puedan limitarse a la simple reinversión de lo que ya saben. Este tipo de situaciones enfrenta a los alumnos com obstáculos propiamente epistemológicos; con cosas que hay que comprender; con saberes o competencias que hay que construir para que progrese la realización del proyecto o la resolución del problema.
Que la diferenciación surja en el corazón de esas situaciones es a la vez muy lógico y muy difícil de manejar: los obstáculos no son los mismos para todo el mundo, y se trata, pues, de transformar los más sobresalientes en objetivos-obstáculos (Martinand, 1986) propios de uno o más alumnos. Ciertamente, el enseñante puede anticipar los obstáculos "canónicos". En cada caso, sólo queda por dotar a los alumnos implicados, solos en el marco de un "grupo de necesidad", de los medios intelectuales y afectivos para superarlos.
Esta exige, como bien se ve, una organización del tiempo y unas actividades muy próximas a los métodos activos, así como elaboraciones de proyecto; una renuncia a proponer siempre "más de lo mismo" a los más lentos; una ruptura con la idea de que la diferenciación es en primera instancia una repetición más o menos insistente, una compensación, un "a posteriori".
Entorno a la evaluación y la regulación
Toda diferenciación de la enseñanza apela a una evaluación formativa, es decir, a una evaluación que, se supone, debe ayudar al alumno a aprender. Su concepción queda notablemente prisionera de la evaluación escolar tradicional:
Junto con otros colegas, ha defendido el principio de un enfoque pragmático de evaluación formativa (Allal, 1991; Perrenoud, 1991 a), enteramente dispuesta al cuidado de la regulación, o , más exactamente, de la autorregulación de los aprendizajes (Allal, 1993). Asimismo, es importante no separar la evaluación de la didáctica, y apostar por situaciones de aprendizaje que estimulen la autorregulación (Allal, Bain y Perrenoud,1993). No obstante, estas intuiciones están todavía lejos de haber producido instrumentos finos integrados en los procesos didácticos, situados "entre la intuición y la instrumentación" (Allal, 1983). Cuanto más se separa la evaluación formativa de la evaluación formal y sincrónica., más se la integra al conjunto de la acción pedagógica y del sistema didáctico, y más difícil resulta instaurada y optimizarla sin transformar el conjunto de la práctica.
Entorno a la relación y la distancia cultural
"¿Cómo podría enseñarle algo? No me quiere...", decía Alain (citado por Meirieu, 1996 b). Para que una actividad sea generadora de aprendizaje, es necesario que la situación desafíe al sujeto, que a éste le apetezca enfrentarse a ella, y que todo ello esté dentro de sus posibilidades, a costa de un aprendizaje nuevo.
Las ganas de aceptar el reto tienen que ver con el sentido. Ahora bien, el sentido es la cosa más sutil y fugaz del mundo. Ya no nos basta con que una actividad sea útil, interesante, apreciada, divertida, halagadora, para que nos empleemos a fondo en ella. Además, tenemos que poderla integrar en el registro de las emociones y las relaciones intersubjetivas. Los dispositivos didácticos mejor pensados chocarán contra una pared si el alumno no se siente bien reconocido o querido; si el aprendizaje lo separa de sus allegados o lo sumerge en tensiones y ansiedades; o incluso, y más sencillamente todavía, si no encuentra placer en ellos.
Resulta inútil pensar en la diferenciación desde un punto de vista estrictamente cognitivo. Un profesor cargado de conocimientos y de instrumentos didáctos, que no consigue comunicar ni crear un vínculo humano y educativo, será definitivamente menos eficaz que un pedagogo peor armado, pero con el que uno se siente a gusto.
Las reflexiones psicoanalíticas (Cifali, 1944; Imbert, 1994, 1996) sobre educación, así como las reflexiones éticas y pedagógicas (Meirieu, 1991, 1995 b,c y d, 1996 b), nos recuerdan que, al educar a alguien, se "flirtea" con la violencia y con todo tipo de turbios deseos; que hay en ello transferencia y contratransferencia; miedo al otro y afán de poder. Parte de lo que ocurre en la relación educativa se representa sobre un escenario de difícil acceso, lejos de las buenas intenciones, de los contratos explícitos, de las simetrías y de los procedimientos fundados sobre la razón.
Sociólogos y antropólogos añadirán que toda relación intersubjetiva es también intercultural. Incluso entre miembros de la misma sociedad, de la misma comunidad, de la misma clase social, subsisten diferencias culturales; entre familias, sexos, generaciones, en todas las relaciones sociales, y por tanto también en la escuela. Es por lo que, a fin de cuentas, diferenciar la enseñanza nos enfrenta no solamente con diferencias bien visibles de desarrollo, de proyectos, de capital cultural, sino también con ínfimas e invisibles diferencias en la forma de relacionarse con el mundo, la vida, los otros, la propiedad, el tiempo, el orden, el porvenir, el trabajo, y otras mil dimensiones de la existencia (Perrenoud, 1995 c, 1996 b y c). Podríamos temer que, si se entrase en el problema únicamente a través de la didáctica, estas diferencias que normalmente interesan más al psicoanalista y al sociólogo que al pedagogo o al didáctico, acabasen reduciendo a la nada todos los esfuerzos de diferenciación, como ocurriría con un médico que, disponiendo de todos los conocimientos y todas las tecnologías, no supiera ganarse la confianza de su paciente...
Un enfoque sistémico
Hasta ahora he detallado los obstáculos más específicos. Todos ellos pueden superarse, a costa de un muy largo trabajo de investigación e innovación, ya empezado, pero, sobre todo, a costa de:
Este último aspecto conduce a organizar la reflexión en torno al paradigma de la individualización de los itinerarios formativos. Lo cual será materia de la tercera parte, como prolongación de una reflexión iniciada en otro lugar (véase principalmente Perrenoud 1995 a, b, c y d) y como eco del trabajo de otros investigadores sobre la pedagogía diferenciada, particularmente Allal (1988, 1989, 1991, 1993) y Meirieu (1989 a,b y c, 1990, 1995 a, 1996 a).
La noción de individualización de los itinerarios formativos está en el origen de constantes confusiones. En efecto, las representaciones sociales asocian a la palabra "individualización" la imagen de una acción pedagógica dirigida al individuo, bastante cercana a la tutoría. Se hablará entonces de individualización de la enseñanza, diferenciándola de la individualización de los itinerarios formativos.
Para entender esta distinción, hay que cambiar la perspectiva, y tomar el punto de vista del alumno, de su currículo formativo (en el mismo sentido en que se habla de un curriculum vitae), y entenderlo como una serie de experiencias vitales que han contribuido a forjar su personalidad, su capital de conocimientos, sus competencias, su relación con el saber, su identidad. En este sentido, todos los itinerarios formativos están, de facto, individualizados, puesto que dos individuos no viven nunca exactamente las mismas experiencias. Incluso gemelos idénticos, criados y escolarizados juntos, no siguen el mismo itinerario formativo (Perrenoud, 1995 c y d).
La lucha contra el fracaso escolar no consiste en absoluto en inventar una individualización de los itinerarios existente en estado "salvaje"; consiste en dominarla, para dejar de favorecer a los favorecidos y de desfavorecer a los desfavorecidos. Para ello no basta con practicar una pedagogía diferenciada en el seno de un grupo-clase tradicional. El progreso se da con los años y el dominio de la individualización tiene que pasar por la instauración de dispositivos de seguimiento y regulación durante varios años consecutivos. Esto conlleva varios e importantes retos para las instituciones de formación:
Quienes se comprometen en semejante empresa chocan con los límites de la organización escolar actual y son conducidos, más pronto o más tarde, a proponer estructuras y procedimientos netamente más complejos, más móviles, que suscitan a la fuerza inquietudes, fantasmas de injusticia o desorden, conflictos de territorios o de intereses.
El primer obstáculo son las palabras, que a menudo transmiten ideas preconcebidas. Nos resulta de suma dificultad hacer tabla rasa de la organización escolar y las prácticas pedagógicas actuales, pensar de otro modo. Ahora bien, en el ámbito del arte y la teoría, esto representa la clave de una ruptura: intentar volver a pensar los itinerarios escolares, para que su individualización no se limite a algunas desviaciones marginales en relación a un curso estándar definido como una progresión gradual en un programa estructurado en varios años.
Para ello, dejemos ya de encerrarnos en los mismos esquemas. Intentamos imaginar una organización diferente que llevaría mucho mejor a cabo las mismas funciones, produciendo menos fracasos y desigualdades. Lo ideal sería confiar el problema a unos extraterrestres que ni tan sólo supieran lo que es una escuela, un nivel, un programa. ¡Intentemos ser extraterrestres!
Si hay una parte de utopía en mis palabras, no se refiere ni a las finalidades de la escuela, ni a su sentido o existencia, temas todos ellos que merecerían una discusión. Las cuestiones planteadas por Illich (1970) siguen estando de actualidad. La utopía considerada aquí es simplemente gestora. Tal vez sea la más accesible: podemos imaginar una sociedad sin escuela, o sin enseñanza obligatoria o generalizada; basta con recordar nuestro pasado o el desigual desarrollo de la escolarización en el planeta. También podemos concebir una escuela que persiga otros objetivos; que transmita otra cultura; que privilegie ortos valores. Pero nos resulta mucho más difícil imaginar una escuela organizada de tal manera que cada alumno se encuentre lo más a menudo posible en una situación de aprendizaje fecunda para él. ¡No obstante, éste es el verdadero reto!
Los ciclos de enseñanza (hacia los que se tiende en todas partes) siguen siendo un compromiso entre la lógica tradicional de los programas anuales y una completa individualización de los itinerarios. Tal vez sea una etapa necesaria y fecunda, pero no nos engañemos: la introducción de los ciclos no es la respuesta definitiva al tema de la individualización de los itinerarios formativos.
En su versión más conservadora, el ciclo de enseñanza elimina la repetición; pero no rompe con la estructuración de los cursos en niveles sucesivos, y resulta insuficiente para neutralizar la fabricación de las desigualdades (Perrenoud, 1996 d). Un ciclo que no puede disponer de ninguna medida fuerte de diferenciación y de ningún dispositivo de seguimiento puede aumentar las diferencias y debilitar el control del itinerario formativo (Allal, 1995). Aun cuando los textos oficiales ya no destacan los niveles anuales en el interior de un ciclo, dos problemas importantes siguen estando planteados: las modalidades de progresión en el interior de un ciclo y el paso de un ciclo al siguiente.
El primer problema se resuelve con la ayuda de dos artificios:
Se puede vivir largo tiempo con estos compromisos. ¿No sería más sensato renunciar a construir algo nuevo con material viejo? Valdría más inventar una individualización de los itinerarios formativos basada en un sistema alternativo explícito antes que en la desaparición progresiva de los niveles en provecho de una especie de confusión generalizada o diversidad anárquica de las progresiones.
El reto es doble:
Afrontar, de entrada, el segundo problema sería una buena manera de no dormirse: si no se sabe como se decide el paso de un alumno al ciclo siguiente, entonces tampoco se saben gestionar las progresiones en el interior de un ciclo. Pero, a la inversa, cuando se saben gestionar las progresiones de un ciclo a otro, ¿de qué sirve entonces diferenciar varios ciclos?
Se puede entender que el cambio de niveles a ciclos sea psicológicamente más fácil que la construcción de otro sistema, pensado desde el principio para optimizar la individualización de los itinerarios formativos. El modo habitual de reformar las instituciones humanas es aprovechar lo que ya existe, eliminando los efectos perversos más escandalosos. La sociología de las organizaciones sugiere que los sistemas escolares estarán tentados de apuntarse a la introducción de los ciclos de enseñanza; tanto porque todo el mundo lo hace, como porque es una respuesta parcial a los impases de la diferenciación.
¿Serán necesarios de 10 a 15 años para descubrir que ésta no es todavía una respuesta satisfactoria al asunto de la individualización? Los militantes de la lucha contra el fracaso escolar, de tanto soñar con una escuela a la medida, se mueren de ganas de creer que la última idea en boga es buena. Desgraciadamente, la realidad resiste (Hutmacher, 1993) y resistirá al pensamiento mágico. Sólo se conseguirán vencer las desigualdades volviendo a pensar de una manera radical en la organización pedagógica y, tal vez, en la forma escolar misma.
Por otra parte, los demás obstáculos siguen estando ahí: por un lado, una voluntad política fluctuante o frágil; por otro, los límites generales fijados por el carácter todavía rudimentario de las estrategias de innovación, y por el nivel medio de competencias de los docentes y de profesionalización de su oficio.
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